12 octubre, 2008

Catalina I, el sueño americano en Rusia del XVIII

Erase una vez, en un pueblo de Letonia, nació una niña a la que sus padres llamaron Marta. Marta vivía en una granja muy humilde. Su familia era campesina, y en el este de Europa del siglo XVII, ser campesino pobre significaba ser esclavo.

Por las pestes que asolaron entonces esas tierras, Marta se quedó muy pronto huérfana y sola, así que entró a servir en la casa de un pastor luterano de Marienburg. Siendo analfabeta, pobre y mujer, la niña aprendió que si quería llegar a algo en esta vida, tenía que ser a través de los hombres.

Así se casó con un oficial sueco de buen ver. Podía haber terminado sus días muy feliz con un nórdico majete y buenorro, pero cuando las tropas rusas conquistaron Marienburg, el destino le brindó una nueva oportunidad.

Resulta que el pastor luterano para el que había servido se hizo traductor para los rusos y ofreció a Marta trasladarse con él a Moscú. Marta no tuvo demasiados reparos con su marido y le dejó para irse a la gran ciudad.

En Moscú, Marta dió un gran salto en su carrera de chacha y pasó a trabajar en la casa del príncipe Alejandro Menshikov. Por eso de que el roce hace el cariño, Alejandro y Marta acabaron liaos.

En esa época reinaba en Rusia el zar Pedro I. Pedro estaba obsesionado con los grandes salones de París (donde todavía no habían descubierto los encantos de Madame Guillotine), el despotismo ilustrado (esa forma de gobernar al pueblo diciendo que buscas lo mejor para el pueblo, pero tú decides si lo mejor es el jamón serrano o la sopa de sobre), y la cultura de las luces.

Quiero contar también que como iluminao, a Pedro I se le ocurrió montar de la nada una nueva ciudad, San Petersburgo, y eligió como lugar ideal una ciénaga inmunda. Aunque es una idea absurda, quedó una ciudad muy chula. Dicen que a cada nuevo habitante se le obligó a llevar una piedra para ir rellenando la ciénaga y convertirla así en terreno sólido. Si no fuera por los mosquitos que tres siglos más tarde siguen en activo, diría que es un sitio fantástico para vivir. Porque a los bichejos esos les cambias una ciénaga por avenidas que acaban en -evski, y se la sopla. Siguen picando a mansalva. (perdón por el inciso, es que estuve de vacaciones allí el año pasado, me acribillaron y no tengo otro lugar donde quejarme).

Vuelvo con la historia de Marta. Le había dejado con Alejandro, que resulta que se convirtió en el primer Gobernador de San Petersburgo. Alejandro era muy amigo de Pedro I (obviamente, de qué si no te hacen gobernador) y como en Rusia hace frio y eso, Marta se hizo amante del mismisimo zar de Rusia.

Hasta aquí todo va bien. El zar estaba casado y Martita era una amante más. El tema se caldeó cuando Marta se convirtió en enfermera particular para los ataques de Pedro de epilepsia. Poco a poco nació el amor. En 1707 se casaron en secreto y Marta cambió su nombre por el de Catalina. Si os inquieta saber qué pasó con la otra esposa, tranquilos, Pedro sólo la encerró en un convento (qué majo, Enrique VIII tenía peores prontos con estas cosas).

Los días de enamorados de Catalina y Pedro son dignos de una peli romanticona: se trasladaron a una cabaña a las afueras de San Petersburgo, y mientras ella cocinaba, él cortaba leña, y le mandaba mensajes de texto que acababan en tqm. Así pasaban sus días, esperando el traslado a su gran palacio en la ciudad, sin demasiada prisa.

Se dice que uno de los gestos que más enamoraron a Pedro fue cuando en la Campaña de Prut contra los turcos, las tropas enemigas capturaron al zar y a su guardia. Catalina, más espabilada que el resto del ejército ruso, reunió a las damas de la corte, les pidió sus joyas, e intercambió el botín, a cambio de la vuelta del zar.

En resumen, estaban enamorados, tuvieron 12 hijos y si hay perdices en el norte de Rusia, seguro que también las comían.

Cuando murió el zar en 1725, Catalina se convirtió en emperatriz. Rondaba los cuarenta, y parace ser que aún era analfabeta. Aun así, nadie en la corte dudó de su valía y tuvo el pleno apoyo del consejo real, incluyendo al gobernador Alejandro, su ex-amante.

Catalina murió en 1727, y entre muchas cosas, se merece que recordemos su historia. Resulta que el sueño americano existía antes de los EEUUs. Awyeah!

2 comentarios:

Ayma dijo...

Me encanta tu blog. Cada post mejor que el anterior. Tres hurras por Catalina/Marta también, BTW ;)

Anónimo dijo...

Jaja, buenísimo! Grandes Historias, las tuyas.

Un abrazo, compañera.