22 octubre, 2008

Unidad española y... mucho amor

En primero de carrera tuve un profesor a quien entre otras muchisimas cosas, debo este hobby de cotillear, también con los libros de Historia. En una de sus muchas reflexiones, recuerdo que un día se preguntó en clase por qué no había existido nunca una escuela de historiografía que explicara los avances del mundo por el "amor".

Entonces nos reimos y nos pareció muy cursi la idea de cambiar el marxismo por el amorismo o de pensar siquiera que entre los intereses de tanta gente por dominar el mundo y ganar pasta a lo largo de los siglos, el amor tuviera algo que ver.

Cuando hoy leia la historia de Urraca y Alfonso, me he acordado de las palabras de este profe.

Urraca y Alfonso eran los herederos a los reinos cristianos de la Península Ibérica en el siglo XII. Los dos tenían muchas cosas en común. Se habían casado ya antes, y en realidad eran los segundones de sus familias. El heredero directo al trono, en ambos casos, había muerto.

Estamos en la época de la reconquista, cuando la Península Ibérica era un auténtico caos. Los musulmanes gestionaban sus tierras bastante bien (aunque las iban perdiendo poco a poco), pero los reyes cristianos estaban metidos en mil historias de intrigas cortesanas.

La ingeniosa idea de casar a esta pareja vino desde Castilla y León, donde los nobles accedieron a que Urraca fuera reina (de hecho, la primera mujer reinante de la historia de Europa), siempre que encontrara marido. Suena un poco a la peli "Guapo heredero busca esposa" de Alfredo Landa.

El problema fue que como había mucho tocapelotismo entre los nobles de Castilla y se temían una guerra civil, alguien pensó que lo más sensato era casarla con el heredero de las coronas de Aragón y Pamplona, Alfonso.

A mí no me queda muy claro que Alfonso se gustara de Urraca. Más que nada porque él se veía sobre todo como soldado, y una de las frases que recogieron de su boca fue "un verdadero soldado debe vivir con hombres y no con mujeres".

En su contrato matrimonial, ambos reyes acordaron ser consorte del otro, legar sus tierras al otro si uno muriese y que si tuvieran un hijo, éste heredaría todos los reinos. Estamos ante el primer intento serio de unidad española. Casi 4 siglos antes de Isabel y Fernando.

Pero Urraca y Alfonso no se querían. De hecho, se odiaban el uno al otro, y hasta los libros de la época, que poco pecan de amarillistas, nos hablan de sus peleas, que llegaban con frecuencia a las manos.

No podían durar. Alegaron que eran parientes (biznietos los dos de Sancho III el mayor de Navarra), y pidieron la nulidad al Vaticano. El papa la concedió.

Urraca se declaró enemiga de Alfonso nada más separarse y consiguió que el hijo que ella había tenido de su anterior matrimonio, también llamado Alfonso, reinase en Castilla y León como Alfonso VII.

Alfonso el Batallador (ex- de Urraca) siguió dale que dale contra los moritos y convencido de lo guai que eran las cruzadas. En un momento de iluminación divina y ejemplo de política cruzadista, dejó sus reinos a "Dios" en su testamento. Los heredó su hermano, que supongo que tendría más presencia física en Aragón, o sería divino.

Total, que seguimos nuestro andar por la Edad Media volviendo a tener varios reinos en la Peninsula (y más listas de reyes que estudiar).

Llegados a este punto, me pregunto si a día de hoy tendríamos tanto lío con la unidad española y gritos de "Salamanca no es España" si Urraca y Alfonso se hubieran "gustau" un poco.

En la práctica, hubieramos ganado 3 siglos de unión antes de que Isabel y Fernando, se empeñaran en que lo suyo funcionase.

Va a ser que tenemos que dar la razón a mi profe, Jose María, y tenemos momenticos en la Historia un poco "amoristas".

12 octubre, 2008

Catalina I, el sueño americano en Rusia del XVIII

Erase una vez, en un pueblo de Letonia, nació una niña a la que sus padres llamaron Marta. Marta vivía en una granja muy humilde. Su familia era campesina, y en el este de Europa del siglo XVII, ser campesino pobre significaba ser esclavo.

Por las pestes que asolaron entonces esas tierras, Marta se quedó muy pronto huérfana y sola, así que entró a servir en la casa de un pastor luterano de Marienburg. Siendo analfabeta, pobre y mujer, la niña aprendió que si quería llegar a algo en esta vida, tenía que ser a través de los hombres.

Así se casó con un oficial sueco de buen ver. Podía haber terminado sus días muy feliz con un nórdico majete y buenorro, pero cuando las tropas rusas conquistaron Marienburg, el destino le brindó una nueva oportunidad.

Resulta que el pastor luterano para el que había servido se hizo traductor para los rusos y ofreció a Marta trasladarse con él a Moscú. Marta no tuvo demasiados reparos con su marido y le dejó para irse a la gran ciudad.

En Moscú, Marta dió un gran salto en su carrera de chacha y pasó a trabajar en la casa del príncipe Alejandro Menshikov. Por eso de que el roce hace el cariño, Alejandro y Marta acabaron liaos.

En esa época reinaba en Rusia el zar Pedro I. Pedro estaba obsesionado con los grandes salones de París (donde todavía no habían descubierto los encantos de Madame Guillotine), el despotismo ilustrado (esa forma de gobernar al pueblo diciendo que buscas lo mejor para el pueblo, pero tú decides si lo mejor es el jamón serrano o la sopa de sobre), y la cultura de las luces.

Quiero contar también que como iluminao, a Pedro I se le ocurrió montar de la nada una nueva ciudad, San Petersburgo, y eligió como lugar ideal una ciénaga inmunda. Aunque es una idea absurda, quedó una ciudad muy chula. Dicen que a cada nuevo habitante se le obligó a llevar una piedra para ir rellenando la ciénaga y convertirla así en terreno sólido. Si no fuera por los mosquitos que tres siglos más tarde siguen en activo, diría que es un sitio fantástico para vivir. Porque a los bichejos esos les cambias una ciénaga por avenidas que acaban en -evski, y se la sopla. Siguen picando a mansalva. (perdón por el inciso, es que estuve de vacaciones allí el año pasado, me acribillaron y no tengo otro lugar donde quejarme).

Vuelvo con la historia de Marta. Le había dejado con Alejandro, que resulta que se convirtió en el primer Gobernador de San Petersburgo. Alejandro era muy amigo de Pedro I (obviamente, de qué si no te hacen gobernador) y como en Rusia hace frio y eso, Marta se hizo amante del mismisimo zar de Rusia.

Hasta aquí todo va bien. El zar estaba casado y Martita era una amante más. El tema se caldeó cuando Marta se convirtió en enfermera particular para los ataques de Pedro de epilepsia. Poco a poco nació el amor. En 1707 se casaron en secreto y Marta cambió su nombre por el de Catalina. Si os inquieta saber qué pasó con la otra esposa, tranquilos, Pedro sólo la encerró en un convento (qué majo, Enrique VIII tenía peores prontos con estas cosas).

Los días de enamorados de Catalina y Pedro son dignos de una peli romanticona: se trasladaron a una cabaña a las afueras de San Petersburgo, y mientras ella cocinaba, él cortaba leña, y le mandaba mensajes de texto que acababan en tqm. Así pasaban sus días, esperando el traslado a su gran palacio en la ciudad, sin demasiada prisa.

Se dice que uno de los gestos que más enamoraron a Pedro fue cuando en la Campaña de Prut contra los turcos, las tropas enemigas capturaron al zar y a su guardia. Catalina, más espabilada que el resto del ejército ruso, reunió a las damas de la corte, les pidió sus joyas, e intercambió el botín, a cambio de la vuelta del zar.

En resumen, estaban enamorados, tuvieron 12 hijos y si hay perdices en el norte de Rusia, seguro que también las comían.

Cuando murió el zar en 1725, Catalina se convirtió en emperatriz. Rondaba los cuarenta, y parace ser que aún era analfabeta. Aun así, nadie en la corte dudó de su valía y tuvo el pleno apoyo del consejo real, incluyendo al gobernador Alejandro, su ex-amante.

Catalina murió en 1727, y entre muchas cosas, se merece que recordemos su historia. Resulta que el sueño americano existía antes de los EEUUs. Awyeah!